martes, 16 de noviembre de 2021


Me invitaron a dirigir un campamento con jóvenes de distintos colegios repartidos en un* buen puñado de nuestras provincias.

 

Lugar: el Pirineo aragonés, radiante de belleza y bravura. Los muchachos: alumnos de C. O. U., sexto y quinto, en aquella época. Habla dos formas de organizar esos días: descanso en la comodidad o descanso en la actividad. Y opté por esta segunda.

 

Unos oriundos del lugar me indicaron los mejores sitios de marcha. Y un buen día, el tercero del turno campamental, arrancamos hacia las cumbres con nuestras mochilas ligeramente cargadas.

 

Dos horas y media de subida, ¡jardeando la frontera francesa, hasta alcanzar un magnífico «ibón» formado con el hielo de espléndidos neveros. Mientras ellos descansaban decidí remontarme en aquel inmenso circo hasta una de sus cumbres. Tres "cuartos de hora de penosa escalada cuando en el remonte apareció ante mí un espectáculo deslumbrante: el macizo del Pirineo central, majestuoso, indescriptible. Y frente a mí la cumbre del Midi, envuelta entre nubes y ocultándose en un cielo de intenso azul.

 

Dejar a los chicos abajo era privarles de este gozo, que bien merecía un nuevo esfuerzo. Descendí y volví a remontar con ellos. No me seguían con muy buena cara, desde luego. Pero una vez arriba sus rostros se

transformaron. El júbilo y el bullicio juvenil atronaban el silencio del lugar. Les hice sentar con el pretexto de sacar una fotografía. Después mandé callar. Y entonces, escuchando solamente el rumor de cascadas dé agua descendiendo vertiginosas hacia el valle, o él suave piar de un pajarillo que en vuelo rápido cruzaba ante nosotros, les ensené a contemplar todo aquello en la elocuencia de) silencio. Vi que les impresionaba tanto que les hice separarse lo nías posible unos de otros. Cuando veinte minutos más tarde les convoqué de nuevo, costó arrancarlos de su contemplación.

 

Poco a poco se iban apiñando junto a mí. Sus ojos brillaban en unos rostros encendidos de emoción. «Nunca había sentido esto.»

 

«Ha sido algo sensacional.». «Es la primera vez en mi vida que siento >a Dios tan cerca.» Bajamos hacia el lago cantando y jugando con la nieve. Jan pronto como llegamos querían ponerse a comer, pero no les dejé. Antes había que bañarse.

 

—¿Dónde? —preguntaban.

—Pues ¿dónde va a ser? ¡Ahí!

—¡Pero si es hielo!

—No importa. Estamos aquí, al sol, a más de cuarenta grados, aunque apenas lo notéis.

—¡Pero ahí nos vamos a helar!

—No. Ya veréis cómo no. Primero frotaros en la nieve. Luego nos metemos por aquella

parte del lago donde el agua está más embalsada; cubre poco y no hay peligro.

 

Fui el primero en darles ejemplo. Me siguieron unos pocos de los más decididos, que se revolcaban en la nieve, animando a los otros. Pronto tos ochenta muchachos corrían, saltaban al agua, salían a la nieve, volvían a bañarse. El entusiasmo era general.

 

Apareció, de súbito una expedición de «scouts» franceses. Al vernos, metían la mano en el agua y con admiración nos hacían el clásico gesto en la sien, como a quien le falta un tornillo. Pero mis chicos no se intimidaban. Les gritaban: «España es diferente.» «Español, macho.» Y cosas por el estilo.

 

A la tarde regresamos al campamento base. Una «raca» —niebla pirenaica— nos hizo descender aprisa.

 

—Voy cerrando marcha —¡les dije—. Cuando lleguéis al campamento os volvéis a bañar. Hay que recuperarse del cansancio del día.

 

Pero cuando llegué al campamento estaban cobijados en las tiendas, porque había comenzado a lloviznar.

 

Fui al río y me bañé. El agua daba impresión de caliente comparada con la de la mañana. Subí al campamento y abrí la primera tienda. «¡Al agua!», dije escuetamente. La voz de mando llegó a las tiendas restantes. Y aquella juventud de la «generación protesta» salió hacia el río. Algunos bromeaban llamándome asesino. El regreso del baño era una nueva explosión de alegría y dinamismo. Y a pesar de la lluvia y el cansancio de una jornada dura, los muchachos seguían en actividad, arreglaban las tiendas, tensaban o aflojaban vientos, iban por agua, se ofrecían para ayudar a los menesteres de cocina.

 

A la noche, guarecidos en un extenso porche, los ochenta jóvenes daban la impresión del día: «Hoy he descubierto que mis padres no me quieren bien. Se han dedicado a concederme caprichos. No han sabido exigirme.» «Mi lección ha sido descubrir que puedo dar más cuando parece que ya lo he dado todo.» «Yo pido que en este campamento volvamos a tener ratos de silencio como el que hemos tenido en la cumbre.» Para satisfacer sus deseos les hice salir en la noche y contemplar el cielo, que se había ido estrellando. Un nuevo ratito de silencio les vendría bien para sedimentar todas las impresiones de aquel día, antes de ir a descansar.

 

Yo, apoyado en el tronco de un pino, cara a las estrellas, reflexionaba. ¿No estamos haciendo traición a esta juventud? Cierto es que para exigir hay que ir por delante. Quizá esté aquí la razón de nuestro miedo. Pero esta noche los chicos y yo nos sentimos muy contentos. Creo que Dios también. Merece la pena.


¿TRAICIONANDO A LA JUVENTUD?

Abelardo de Armas, ABC Madrid-1976/09/14 pág.17






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